Tenemos una historia que contarte…
We have a story to tell...
(Please
read this story below the Spanish version)
El principio del narciso
Varias veces mi hija me había telefoneado para
decirme: "Mamá, tienes que venir a ver los narcisos antes de que se hayan
terminado." Yo quería ir, pero era un viaje de dos horas desde Laguna
hasta Lake Arrowhead. Ir y venir toma la mayor parte del día - y la verdad es
que no tenía un día libre hasta la semana siguiente.
"Iré este martes", le prometí con
cierta renuencia, cuando llamó por tercera vez. El martes amaneció frío y
lluvioso. Sin embargo, lo había prometido, así que manejé a todo lo largo de la
ruta 91, continué en la I-215, y, finalmente tomé la ruta 18 y comencé a
conducir por la carretera de la montaña. Las cimas de las montañas estaban
cubiertas de nubes, y yo había recorrido pocos kilómetros cuando ya la
carretera estaba completamente cubierta con un manto húmedo y gris de niebla.
Desaceleré, mi corazón latía con fuerza. El camino se vuelve estrecho y sinuoso
hacia la cima de la montaña.
Al mismo tiempo que iba manejando las curvas
peligrosas a paso de tortuga, iba rezando para llegar a la desviación en el
Blue Jay eso significaría que yo ya había llegado. Cuando finalmente entré a la
casa de Carolina y la abracé y saludé a mis nietos le dije: "¡Olvida los
narcisos, Carolina! El camino está invisible con las nubes y la niebla, y no
hay nada en el mundo, excepto tú y estos queridos niños, que quiera ver ¡y
menos si hay que manejar una pulgada más!"
Mi hija sonrió calmadamente: "Nosotros
manejamos en estas condiciones todo el tiempo, mamá."
"Bueno, no me vas a hacer volver a la
carretera hasta que se despeje - ¡y luego me voy a casa!" Yo le aseguré.
"Tenía la esperanza de que me pudieras
llevar al taller para recoger mi coche. El mecánico acaba de llamar, y dijo que
ya está listo", respondió ella.
"¿Hasta dónde tenemos que
conducir?" Le pregunté con cautela.
"A pocas cuadras," dijo Carolina
alegremente.
Así que les pusimos el cinturón de seguridad
a los niños y nos subimos a mi coche. "Yo manejo”, ofreció Carolina.
"Estoy acostumbrado a esto" y ella comenzó a conducir.
A los pocos minutos me di cuenta de que
estábamos de vuelta en el camino en dirección a la cima de la montaña. "¿A
dónde vamos?" -Exclamé, preocupada de estar de vuelta en la carretera de
la montaña con la niebla. "Este no es el camino hacia el taller!"
"Vamos al taller por el camino más
largo", sonrió Carolina, "por el camino de los narcisos".
"Carolina, le dije con firmeza, tratando
de sonar como su madre y la responsable de la situación", por favor, da la
vuelta. No hay nada en el mundo que quiera ver lo suficiente como para conducir
por esta carretera con este tiempo."
"Está bien, mamá" respondió ella
con una sonrisa de complicidad. "Yo sé lo que estoy haciendo. Te prometo
que nunca te perdonarías haberte perdido esta experiencia."
Y así mi dulce y querida hija, la que nunca
me había dado un minuto de dificultad en toda su vida estaba repentinamente a
cargo - ¡y me estaba secuestrando! Yo no lo podía creer. Y me guste o no, yo
estaba en camino a ver unos narcisos ridículos -manejando a través de la
silenciosa y espesa capa de niebla que cubría la montaña en que lo pensaba que
era un riesgo para la vida y la integridad física.
Murmuré todo el camino. Después de unos
veinte minutos entramos en una pequeña carretera de grava que se bifurcaba
hacia abajo en un camino lleno de robles en la ladera de la montaña. La niebla
se había disipado un poco, pero el cielo estaba gris y cargado de nubes.
Nos detuvimos en un pequeño estacionamiento
junto a una iglesita de piedra. Desde donde estábamos, en la parte superior de
la montaña, se podía ver más allá, en la niebla, las crestas de la Sierra de
San Bernardino, como si fuera una manada de elefantes encorvados. Por debajo de
nosotros, la niebla envolvía valles, montes y llanuras que se extendían hasta
el desierto.
Al otro lado de la iglesia vi un camino
cubierto de pinos, de árboles de hoja perenne altos y de arbustos de manzanita
y un letrero poco visible, que decía: "Jardín de Narcisos."
Cada una tomó la mano de un niño, y yo seguí
a Carolina por el camino que serpenteaba entre los árboles. La montaña se
inclinaba hacia un lado del camino en huecos irregulares, pliegues y valles,
como una falda profundamente arrugada.
Robles, laurel de montaña y arbustos
agrupados en los pliegues, y que con el aire gris y la llovizna, el follaje
verde se veía oscuro y de un solo color. Me estremecí. Luego doblamos una
esquina del camino, y cuando miré quedé boquiabierta. Delante de mí estaba la
vista más gloriosa, inesperada y completamente espléndida. Parecía como si
alguien hubiera tomado una enorme tina de oro y la hubiera derramado hacia abajo
sobre la cumbre y las laderas de la montaña y se hubiera metido en cada grieta
y en todo lugar.
Incluso con el aire lleno de neblina, la
montaña estaba radiante, vestida con enormes montones y cascadas de narcisos.
Las flores estaban plantadas en patrones majestuosos, arremolinados en grandes
hileras de colores anaranjado intenso, blanco, amarillo limón, salmón rosado,
azafrán y amarillo mantequilla.
Cada variedad de diferente color (más tarde
supe que había más de treinta y cinco variedades de narcisos) se plantó como un
grupo para que se arremolinaran y fluyeran como un río, con su propio y único
matiz.
En el centro de esta increíble y deslumbrante
muestra de oro, una gran cascada de jacintos color púrpura bajaba como una
catarata de flores enmarcadas en su propia cuenca de rocas, entretejiéndose a
través de los narcisos brillantes. Un encantador camino atravesaba el jardín.
Había varias estaciones de descanso pavimentadas con piedras y decoradas con
bancos de madera victoriana y macetas grandes de tulipanes color coral y
carmín. Como si esto no fuera suficiente, la Madre Naturaleza tenía que agregar
su maravilloso encanto- por encima de los narcisos, una bandada de azulejos
occidentales revoloteaban y lanzaban parpadeos de su brillantez. Estos pajaritos
encantadores son del color de los zafiros con los pechos de color rojo magenta.
Mientras bailan en el aire sus colores son verdaderamente como joyas sobre los
resplandecientes narcisos. El efecto era espectacular.
No importa que el sol no brillara. El brillo
de los narcisos era como el resplandor del más brillante día soleado. Las
palabras, maravillosas como son, simplemente no pueden describir la increíble
belleza de esa cima de la montaña cubierta de flores.
¡Cinco hectáreas de flores! (Esto también lo
descubrí más tarde, cuando algunas de mis preguntas fueron contestadas.)
"Pero, ¿quién ha hecho esto?" Le pregunté a Carolina. Estaba
inmensamente agradecida de que me trajera - incluso en contra de mi voluntad.
Esta era una experiencia única en la vida.
"¿Quién?" Le pregunté de nuevo,
casi muda de asombro, "¿Y cómo y por qué, y cuándo?"
"Fue sólo una mujer", respondió
Carolina. "Ella vive en esta propiedad. Aquella es su casa”. Carolina
señaló una casa bien cuidada que se veía pequeña y modesta en medio de toda esa
gloria.
Caminamos hasta la casa, mi mente estaba
llena de preguntas. En el patio, vimos un cartel."Las respuestas a las
preguntas que yo sé que te estás haciendo", era el título. La primera
respuesta era simple: "50.000 bulbos", decía. La segunda respuesta
fue: "Uno a la vez, por una mujer, dos manos, dos pies, y muy poco
cerebro." La tercera respuesta fue: "Comenzó en 1958."
Allí estaba. El Principio del Narciso.
Para mí ese momento fue una experiencia que
cambia la vida. Pensé en esa mujer a quien nunca había conocido, quien, más de
treinta y cinco años antes, había comenzado – un bulbo a la vez - para traer su
visión de belleza y alegría a una oscura cima de una montaña. Un bulbo a la
vez.
No había otra manera de hacerlo. Un bulbo a
la vez. No hay atajos - simplemente amar el lento proceso de la siembra. Amar
el trabajo tal como se va desarrollando.
Amar un logro que creció tan lentamente y que
floreció por sólo tres semanas de cada año. Sin embargo, con sólo plantar un
bulbo a la vez, año tras año, había cambiado al mundo.
Esta mujer desconocida había cambiado para
siempre el mundo en que vivía. Ella había creado algo de inefable
magnificencia, belleza e inspiración.
El principio que su Jardín de Narcisos enseñó
es uno de los más grandes principios de celebración: aprender a movernos hacia
nuestras metas y deseos un paso a la vez - a menudo como un paso de bebé a la
vez - aprendiendo a amar lo que hacemos, aprendiendo a usar el tiempo a nuestro
favor.
Cuando multiplicamos instantes con pequeños
incrementos de esfuerzo diario, nosotros también encontraremos que podemos
realizar cosas magníficas. Podemos cambiar el mundo.
"Carolina", dije esa mañana en la
cima de la montaña cuando dejábamos el paraíso de los narcisos, nuestras mentes
y corazones seguían empapados y desconcertado por el esplendor que habíamos
visto "es como si esa mujer excepcional hubiera bordado la tierra! La
decoró. Sólo piensa en eso, ella plantó cada bulbo por más de treinta años. Un
bulbo a la vez! Y esa es la única manera en que este jardín podía ser creado.
Cada bulbo tenía que ser plantado. No había manera de acortar ese proceso.
Cinco acres de flores. Esa magnífica cascada de jacintos! Todo, sólo con un
bulbo a la vez."
La idea de todo esto llenó mi mente. Me sentí
abrumada de repente con las implicaciones de lo que había visto. "Me pone
triste, en cierto modo," admití a Carolina. "¿Qué hubiera yo logrado
si hubiera pensado en una meta maravillosa hace unos treinta y cinco años y
hubiera trabajado ese 'un bulbo a la vez' a través de todos estos años. Basta
pensar lo que podría haber sido capaz de lograr!"
Mi sabia hija puso el coche en marcha y
resumió el mensaje del día en su forma directa. "Comenzarás mañana",
dijo con la misma perspicaz sonrisa que había usado durante la mayor parte de
la mañana. ¡Oh, qué gran sabiduría!
No tiene sentido pensar en las horas perdidas
del ayer. La manera de hacer del aprendizaje de una lección una celebración, en
lugar de una causa de pesar, es preguntar nada más, "¿Cómo puedo usar esto
mañana?"
Jaroldeen Asplund Edwards
Adaptación al Español:
Graciela Sepúlveda y Andrés Bermea
Here the English version…
The Daffodil Principle
Several times my daughter had telephoned to say, "Mother, you must
come and see the daffodils before they are over." I wanted to go, but it
was a two-hour drive from Laguna to Lake Arrowhead. Going and coming took most
of a day - and I honestly did not have a free day until the following week.
"I will come next Tuesday," I promised, a little reluctantly,
on her third call. Next Tuesday dawned cold and rainy. Still, I had promised,
and so I drove the length of Route 91, continued on I-215, and finally turned
onto Route 18 and began to drive up the mountain highway. The tops of the
mountains were sheathed in clouds, and I had gone only a few miles when the
road was completely covered with a wet, gray blanket of fog. I slowed to a
crawl, my heart pounding. The road becomes narrow and winding toward the top of
the mountain.
As I executed the hazardous turns at a snail's pace, I was praying to
reach the turnoff at Blue Jay that would signify I had arrived. When I finally
walked into Carolyn's house and hugged and greeted my grandchildren I said,
"Forget the daffodils, Carolyn! The road is invisible in the clouds and
fog, and there is nothing in the world except you and these darling children
that I want to see bad enough to drive another inch!"
My daughter smiled calmly, "We drive in this all the time,
Mother."
"Well, you won't get me back on the road until it clears - and then
I'm heading for home!" I assured her.
"I was hoping you'd take me over to the garage to pick up my car.
The mechanic just called, and they've finished repairing the engine," she
answered.
"How far will we have to drive?" I asked cautiously.
"Just a few blocks, "Carolyn said cheerfully.
So we buckled up the children and went out to my car. "I'll
drive," Carolyn offered. "I'm used to this." We got into the
car, and she began driving.
In a few minutes I was aware that we were back on the Rim-of-the-World
Road heading over the top of the mountain. "Where are we going?" I
exclaimed, distressed to be back on the mountain road in the fog. "This
isn't the way to the garage!"
"We're going to my garage the long way," Carolyn smiled,
"by way of the daffodils."
"Carolyn, I said sternly, trying to sound as if I was still the
mother and in charge of the situation, "please turn around. There is
nothing in the world that I want to see enough to drive on this road in this
weather."
"It's all right, Mother," She replied with a knowing grin.
"I know what I'm doing. I promise, you will never forgive yourself if you
miss this experience."
And so my sweet, darling daughter who had never given me a minute of
difficulty in her whole life was suddenly in charge - and she was kidnapping
me! I couldn't believe it. Like it or not, I was on the way to see some
ridiculous daffodils - driving through the thick, gray silence of the
mist-wrapped mountaintop at what I thought was risk to life and limb.
I muttered all the way. After about twenty minutes we turned onto a
small gravel road that branched down into an oak-filled hollow on the side of
the mountain. The fog had lifted a little, but the sky was lowering, gray and
heavy with clouds.
We parked in a small parking lot adjoining a little stone church. From
our vantage point at the top of the mountain we could see beyond us, in the
mist, the crests of the San Bernardino range like the dark, humped backs of a
herd of elephants. Far below us the fog-shrouded valleys, hills, and flatlands
stretched away to the desert.
On the far side of the church I saw a pine-needle-covered path, with
towering evergreens and manzanita bushes and an inconspicuous, lettered sign
"Daffodil Garden."
We each took a child's hand, and I followed Carolyn down the path as it
wound through the trees. The mountain sloped away from the side of the path in
irregular dips, folds, and valleys, like a deeply creased skirt.
Live oaks, mountain laurel, shrubs, and bushes clustered in the folds,
and in the gray, drizzling air, the green foliage looked dark and
monochromatic. I shivered. Then we turned a corner of the path, and I looked up
and gasped. Before me lay the most glorious sight, unexpectedly and completely
splendid. It looked as though someone had taken a great vat of gold and poured
it down over the mountain peak and slopes where it had run into every crevice
and over every rise. Even in the mist-filled air, the mountainside was radiant,
clothed in massive drifts and waterfalls of daffodils. The flowers were planted
in majestic, swirling patterns, great ribbons and swaths of deep orange, white,
lemon yellow, salmon pink, saffron, and butter yellow.
Each different-colored variety (I learned later that there were more
than thirty-five varieties of daffodils in the vast display) was planted as a
group so that it swirled and flowed like its own river with its own unique hue.
In the center of this incredible and dazzling display of gold, a great
cascade of purple grape hyacinth flowed down like a waterfall of blossoms
framed in its own rock-lined basin, weaving through the brilliant daffodils. A
charming path wound throughout the garden. There were several resting stations,
paved with stone and furnished with Victorian wooden benches and great tubs of
coral and carmine tulips. As though this were not magnificent enough, Mother
Nature had to add her own grace note - above the daffodils, a bevy of western
bluebirds flitted and darted, flashing their brilliance. These charming little
birds are the color of sapphires with breasts of magenta red. As they dance in
the air, their colors are truly like jewels above the blowing, glowing
daffodils. The effect was spectacular.
It did not matter that the sun was not shining. The brilliance of the
daffodils was like the glow of the brightest sunlit day. Words, wonderful as
they are, simply cannot describe the incredible beauty of that flower-bedecked
mountain top.
Five acres of flowers! (This too I discovered later when some of my
questions were answered.) "But who has done this?" I asked Carolyn. I
was overflowing with gratitude that she brought me - even against my will. This
was a once-in-a-lifetime experience.
"Who?" I asked again, almost speechless with wonder, "And
how, and why, and when?"
"It's just one woman," Carolyn answered. "She lives on
the property. That's her home." Carolyn pointed to a well-kept A-frame
house that looked small and modest in the midst of all that glory.
We walked up to the house, my mind buzzing with questions. On the patio
we saw a poster. "Answers to the Questions I Know You Are Asking" was
the headline. The first answer was a simple one. "50,000 bulbs," it
read. The second answer was, "One at a time, by one woman, two hands, two
feet, and very little brain." The third answer was, "Began in
1958."
There it was. The Daffodil Principle.
For me that moment was a life-changing experience. I thought of this
woman whom I had never met, who, more than thirty-five years before, had begun
- one bulb at a time - to bring her vision of beauty and joy to an obscure
mountain top. One bulb at a time.
There was no other way to do it. One bulb at a time. No shortcuts -
simply loving the slow process of planting. Loving the work as it unfolded.
Loving an achievement that grew so slowly and that bloomed for only
three weeks of each year. Still, just planting one bulb at a time, year after
year, had changed the world.
This unknown woman had forever changed the world in which she lived. She
had created something of ineffable magnificence, beauty, and inspiration.
The principle her daffodil garden taught is one of the greatest
principle of celebration: learning to move toward our goals and desires one
step at a time - often just one baby-step at a time - learning to love the
doing, learning to use the accumulation of time.
When we multiply tiny pieces of time with small increments of daily
effort, we too will find we can accomplish magnificent things. We can change
the world.
"Carolyn," I said that morning on the top of the mountain as
we left the haven of daffodils, our minds and hearts still bathed and bemused
by the splendors we had seen, "it's as though that remarkable woman has
needle-pointed the earth! Decorated it. Just think of it, she planted every
single bulb for more than thirty years. One bulb at a time! And that's the only
way this garden could be created. Every individual bulb had to be planted.
There was no way of short-circuiting that process. Five acres of blooms. That
magnificent cascade of hyacinth! All, just one bulb at a time."
The thought of it filled my mind. I was suddenly overwhelmed with the
implications of what I had seen. "It makes me sad in a way," I
admitted to Carolyn. "What might I have accomplished if I had thought of a
wonderful goal thirty-five years ago and had worked away at it 'one bulb at a
time' through all those years. Just think what I might have been able to
achieve!"
My wise daughter put the car into gear and summed up the message of the
day in her direct way. "Start tomorrow," she said with the same
knowing smile she had worn for most of the morning. Oh, profound wisdom!
It is pointless to think of the lost hours of yesterdays. The way to
make learning a lesson a celebration instead of a cause for regret is to only
ask, "How can I put this to use tomorrow?"
Jaroldeen Asplund Edwards
Every
year, high in the San Bernardino mountain range of Southern California, five
acres of beautiful daffodils burst into bloom. Amazingly, this special spot,
known as "The Daffodil Garden," was planted by one person, one bulb
at a time, over a period of thirty-five years. The story of "The Daffodil
Principle" originally appeared nearly ten years ago in Jaroldeen Edwards'
book Celebration! Since that time, the story has gained international
popularity and has been retold innumerable times. Available for the first time
as an illustrated gift book, with artwork by Anne Marie Oborn, this story will
touch hearts with its simple message: Start today, one step at a time, to
change your world.
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